Sobre la obra de Natalia Ginzburg, diversos críticos han señalado que ésta encuentra sus cimientos en la poética de las pequeñas cosas. El mejor ejemplo de esa poética está, sin dudas, en Las pequeñas virtudes. Libro de textos misceláneos escritos entre 1940 y 1960. Entre sus páginas, Natalia ofrece reflexiones sobre las relaciones humanas, deja entrever sus experiencias durante la segunda guerra mundial, reflexiona sobre el entorno que la rodea, sobre los objetos y las personas entorno a ella. De este libro proviene “Los zapatos rotos”, breve texto sobre lo que es y no es necesario en determinados momentos de la vida.
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Tengo los zapatos rotos y la amiga con quien vivo en este momento también tiene los zapatos rotos. Cuando estamos juntas a menudo hablamos de zapatos. Si le hablo del tiempo en el que seré una escritora vieja y famosa, ella me pregunta: «¿Qué zapatos tendrás?» Entonces le digo que tendré zapatos de gamuza verde, con una gran hebilla de oro a un costado.
Pertenezco a una familia en la que todos tienen zapatos buenos y sólidos. De tantos pares que tenía, mi madre, incluso, tuvo que mandar hacer un armario a la medida para guardarlos todos. Cuando regreso a su casa, da gritos de dolor y desprecio apenas ve mis zapatos. Pero yo sé que se puede vivir también con los zapatos rotos. Durante el periodo alemán estuve sola aquí en Roma y no tenía más que un par de zapatos. Si se los hubiera dado al zapatero habría tenido que pasar dos o tres días en la cama, y eso no me era posible. Así que seguí usándolos. Si para colmo llovía, sentía cómo se deshacían lentamente, se mullían y perdían su forma, sentía el frío del empedrado bajo las plantas de mis pies. Es por eso que incluso ahora uso siempre los zapatos rotos, porque me acuerdo de aquel par y entonces los que llevo ahora no me parecen tan rotos luego de compararlos, además, si tengo dinero prefiero gastarlo en otras cosas, porque los zapatos ya no me parecen algo tan esencial. Estuve mimada al principio de mi vida, siempre rodeada de un cariño tierno y atento, pero en ese año aquí en Roma estuve sola por primera vez, por eso le tengo cariño a Roma, aunque me recuerda mi historia, me trae recuerdos de angustia, pocas horas dulces. También mi amiga tiene los zapatos rotos, y es por ello que estamos bien juntas. Mi amiga no tiene quién la regañe por los zapatos que lleva, tiene sólo un hermano que vive en el campo y anda con botas de cazador. Ambas sabemos lo que pasa cuando llueve, y las piernas están descubiertas y mojadas y entra el agua en los zapatos, y entonces suena ese pequeño rumor en cada paso, el rumor de un chapoteo.
Mi amiga tiene un rostro pálido y masculino, fuma con una boquilla negra. Cuando la vi por primera vez, sentada a la mesa, con lentes de carey sobre su rostro misterioso y despectivo, con la boquilla negra entre los dientes, pensé que parecía un general chino. Entonces no sabía que ella también tenía los zapatos rotos. Lo supe más tarde.
Nos conocemos desde hace sólo unos cuantos meses, pero es como si fueran muchos años. Mi amiga no tiene hijos, a diferencia de mí que yo sí los tengo, y para ella resulta extraño. No los ha visto nunca si no en fotografías porque ellos están en provincia con mi madre, esto entre nosotras es extrañísimo, que ella nunca haya visto a mis hijos. En cierto modo ella no tiene problemas, puede ceder a la tentación de mandar todo al diablo, yo no puedo. Mis hijos viven con mi madre y por ahora no tienen los zapatos rotos. Pero ¿cómo será cuando sean hombres? Quiero decir: ¿Qué zapatos tendrán cuando sean grandes? ¿Qué camino elegirán para sus pasos? ¿Excluirán de sus deseos todo lo que es placentero pero no necesario, o afirmarán que todo es necesario y que el hombre tiene derecho a poner en sus pies un par de zapatos buenos y sólidos?
Con mi amiga discutimos mucho sobre esto, de cómo será el mundo entonces, cuando sea una escritora vieja y famosa y ella viaje por el mundo con una mochila en la espalda, como un viejo general chino, y mis hijos vayan por la calle, con los zapatos buenos y sólidos en los pies y vayan con el paso firme de quien no renuncia, o con los zapatos rotos y el paso amplio e indolente de quien sabe lo que no es necesario.
A veces imaginamos el matrimonio entre mis hijos y los hijos de su hermano, ese que anda por el campo con las botas de cazador. Hablamos hasta bien entrada la noche, y tomamos amargo té negro. Tenemos una colchoneta y una cama, cada noche hacemos un piedra, papel o tijera para ver quién de nosotras duerme en la cama. Por la mañana cuando nos levantamos, nuestros zapatos rotos nos esperan sobre el tapete.
A veces mi amiga dice que está cansada de trabajar y quisiera mandar todo al diablo. Quisiera encerrarse en un tugurio y beberse todos su ahorros, o bien meterse en la cama y no pensar en nada más, dejar que vengan a cortarle el gas y la luz, dejar que todo se vaya poco a poco a la deriva. Dice que lo hará cuando yo me vaya. Porque nuestra vida juntas durará poco, me iré pronto y regresaré donde mi madre y mis hijos, a una casa en la que no podré usar zapatos rotos. Mi madre se hará cargo de mí, me prohibirá usar alfileres en lugar de botones, y escribir hasta bien entrada la noche. Yo, a mi vez, cuidaré de mis hijos, venciendo la tentación de mandar todo al diablo. Regresaré para ser firme y maternal, como siempre lo soy cuando estoy con ellos, una persona distinta a la que soy ahora, una persona que mi amiga no conoce.
Miraré el reloj y tendré en cuenta el tiempo, atenta a cualquier cosa, procuraré que mis hijos tengan siempre los pies secos y calientes, porque sé que así debe ser, si es posible, al menos en la infancia. Quizá cuando se es niño es mejor tener los pies secos y calientes para luego aprender a caminar con los zapatos rotos.
Natalia Ginzburg (1916 – 1991) Nacida como Natalia Levi, tomó el apellido de su esposo, Leone Ginzburg, quien muriera durante la segunda guerra mundial. Fue periodista, escritora y política. Entre sus obras destacan Léxico familiar (1963), Querido Miguel (1973), Las pequeñas virtudes (1962).
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