Un padre preocupado por la apatía de su hijo accede a regalarle una motoneta para que así, al menos, tenga alguna distracción. Luego de enterarse del uso que el adolescente da a la Lambretta, el narrador se siente, paradójicamente, más tranquilo y feliz por la mejoría que ve en la actitud del muchacho.
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Los quince años son una edad muy incierta y confusa, lo veo en mi hijo. Siempre agitado, y siempre distraído como si viviera en las nubes. Hay días que se pone frente a la televisión apagada y se queda ahí durante horas, qué pensará, me pregunto, qué imaginará cuando mira la pantalla negra y sin imágenes. Estoy preocupado por él y creo tener todas las razones para estarlo. No sé cómo afrontar la situación, cada vez que intento hablarle me responde con tonterías, o bien, si el asunto no le gusta, se pone nervioso y va a encerrarse en su cuarto y no lo veo sino hasta la mañana siguiente cuando sale para ir a la escuela.
Hablé con los padres de algunos de sus compañeros y me pareció que con sus hijos se encuentran más o menos en las mismas circunstancias, tienen la misma incomprensión , la misma distancia e indiferencia que existe entre mi hijo y yo. No sé qué les pasa por la cabeza a estos muchachos. Incluso intenté espiarlos cuando estaban juntos y descubrí que se dicen grandes insultos, pero un discurso coherente no llegué a escucharlo. No saben hablar ni siquiera entre ellos.
Me preocupa sobre todo el vacío en el que viven. Me preocupa que mi hijo mire la televisión apagada, me preocupa que no tenga un diálogo con alguien, su falta de intereses y de entusiasmo, sus silencios. No lee las noticias, no va al cine, no va a bailar. Yo era muy distinto, pero ya se sabe que hoy las cosas han cambiado. Alguien me dijo intenta con las cachetadas, pero yo me rehúso, soy un padre moderno y no me quiero golpear a mi hijo sólo porque mira la televisión apagada o porque entre nosotros no existe el diálogo. Sin mencionar que, a los quince años, mide ya un metro setenta y cinco y no quisiera que le pasara por la cabeza ponerme las manos encima, nunca se sabe.
Desde hace tiempo que le digo hazte de un hobby para que te distraigas, o un juego como el tenis o el fútbol o el salto con garrocha, un deporte que además de divertirte te mantenga sano. Por mí incluso el billar es mejor que nada, pero él comenzó a reírse como si yo hubiera dicho una cosa extraña y ridícula. Si no te gusta el billar ¿por qué no intentas con los bolos, la patineta o el frisbee? Así le hice ver que estoy más actualizado de lo que pensaba y que no hay nada de qué reírse. Sé que cuando un joven se apasiona por un juego, incluso si descuida la escuela al menos tiene la cabeza en algo que no implica mayores riegos. Naturalmente pienso en las drogas. Hoy las drogas son la pesadilla de todos los padres como un tiempo lo fueron las enfermedades venéreas. Hoy se cura hasta la sífilis pero al parecer contra las drogas, esas pesadas, no hay nada qué hacer.
Hará un mes desde que mi hijo me pidió que le comprara una Lambretta. De entada me sorprendí, pero me dije mejor la Lambretta que la drogas. Con cierta cautela para no molestarlo, le hice algunas preguntas. Me acordé de una prima mía que hace unos años le compró una motocicleta a su hijo y él se fue y nunca lo volvieron a ver. De vez en cuando manda una postal desde Baden-Baden, desde Hamburgo, desde Marsella, desde Ámsterdam y todo termina ahí. Muchos besos y nada más. Hace un mes llegó una postal desde Helsinki. ¿Qué hará en Helsinki? No querría que me pasara algo similar con mi hijo, me dije, y entonces le compré una Lambretta usada, con el motor averiado pero que por fuera la habían dejado como nueva. Con esta no puede irse lejos, pensé.
No tenía ninguna intención de escaparse de la casa. Es más, desde que le compré la Lambretta podría decirse que superó el asco de hablar conmigo, cada tanto me dirige la palabra. Hasta me explicó para qué usa la Lambretta, me contó que juega al juego del robo junto con un amigo suyo. Menos mal, me dije, si se apasiona por un juego finalmente podré estar tranquilo, quizás le pase esta mala actitud, quizás estará más tranquilo, tal vez, sólo tal vez terminará por sincerarme sus confidencias como solía ser entre padres e hijos.
Una noche llegó a casa todo sudado y con la chamarra rota. Se sentó frente a mí y me contó que se había divertido como un loco. Así me enteré de qué trata el juego del robo. Me explicó que se juega de a dos: uno maneja la Lambretta y el otro dirige el juego. Dan vueltas por las callejuelas alrededor del Campo de las flores donde no hay nuca policías y les arrebatan la bolsa a las mujeres que pasan por ahí. Al principio, y como práctica, comenzaron robándole la bolsa a las viejitas que no pueden correr y que por eso suponen el riesgo más mínimo. Luego de un mes de prácticas se enfocaron en las turistas, de preferencias las turistas extranjeras.
Le pregunté qué hacen con las bolsas y me explicó que las devuelven por correo cuando entre los documentos encuentran alguna dirección, de lo contrario las arrojan al Tíber. Dice que enviaron una a Minneapolis en Estados Unidos y que enviaron otras a Canadá, Brasil e incluso a Australia y Japón. ¿Y al dinero qué le hacen? Ese nos lo quedamos nosotros, respondió, si no el juego pierde sentido y deja de ser divertido. Además el dinero sirve para los gastos, la gasolina para la Lambretta, las reparaciones, los envíos de las bolsas a las propietarias y demás cosas. Ten en cuenta, me dijo, que a menudo encontramos moneda extranjera y perdemos mucho en el cambio clandestino.
A menudo las mujeres asaltadas se ponen a gritar y a seguirnos, esto lo hace más emocionante, confesó mi hijo. Cuando finalmente llegamos a un lugar seguro y lejano nos carcajeamos y luego vamos a una pizzería o al cine. El dinero lo dividimos siempre a la mitad entre mi compañero y yo, también los gastos los dividimos. Nos turnamos para manejar y el que está atrás elige a la víctima y le arrebata la bolsa, ésta es la regla del juego. En verdad que se divierten mucho, qué afortunados.
Desde que juega al juego del robo mi hijo ha mejorado. Por la mañana va a la escuela, regresa después de la una y media, hace su tarea y después sale con la Lambretta. De vez en cuando su amigo viene a la casa y hacen la tarea juntos antes de salir. A veces es mi hijo el que va a casa de su amigo, especialmente cuando tienen tarea de matemáticas, el padre es ingeniero y les ayuda con las equivalencias, las ecuaciones y a resolver problemas. Yo de matemáticas no entiendo nada, pero con gusto los escucho recitar poemas que deben aprenderse de memoria, Valentino de Pascoli, “¡Oh! ¡Valentino vestido de nuevo, como los arbustos de espinas!, Pastores de Abruzzo de D’Annunzio, “Septiembre, vamos. Es tiempo de migrar”, El infinito de Leopardi, “Siempre querida me fue esta solitaria colina”, bellísima. Siempre me han gustado los poemas y muchos de los tiempos en que fui a la escuela todavía los recuerdo, así puedo ayudarlos a repasar sin siquiera mirar el libro.
A menudo mi hijo vuelve a casa tarde por la noche, cuando ya estoy en cama, pero si vuelve temprano nos sentamos frente a la televisión y miramos juntos algún programa y al final intercambiamos opiniones. Lejos quedó la época en la que pasaba horas frente a la pantalla apagada. Si en la televisión no hay nada interesante me habla del juego del robo, siempre con mucho entusiasmo. Una noche me dijo que lograron robar cinco bolsas, su amigo y él. Cada tanto le hago alguna recomendación porque me da siempre miedo que durante las fugas entre las callejuelas llenas de tráfico puedan atropellar a alguien. Le hice prometerme que con el dinero del próximo robo se pagarán un seguro. Me dijo que lo harán, son dos buenos muchachos y, desde hace un tiempo, incluso alegres y despreocupados como deben serlo a su edad.
La otra noche llegaron a casa más alegres de lo normal y me anunciaron que se habían comprado una Kawasaki. Tuve que bajar del edificio para poder verla. Me dijeron que me quedara tranquilo, que ya habían arreglado todo lo del seguro y la licencia. Jamás me subiré a una Kawasaki, pero tengo que admitir que en verdad es un hermoso objeto.
En Dopo el pescecane, Bompiani, 1979.
Luigi Malerba (1927-2008) Seudonimo de Luigi Bonardi. Su obra se clasifica entre la neovanguardia y formó parte del Grupo 63. Escribió cuentos, novelas y guiones para cine y televisión. Sus textos se caracterizan por la irracionalidad y el uso preciso de la ironía.
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