En Italia, el servicio militar obligatorio (conocido popularmente como Naja) estuvo vigente en las leyes desde 1861 hasta 2004, por lo que, al llegar a la mayoría de edad, los hombres debían cumplir un año bajo instrucción militar dentro un cuartel. Pier Vittorio Tondelli cumplió su servicio en 1981, de su experiencia surgieron textos como Il diario del soldato Acci (1981) y Pao, Pao (1982). “Jóvenes en Navidad” sigue la misma temática, este cuento pertenece al libro L’abbandono. Racconti dagli anni Ottanta (1992).
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BERLÍN OCCIDENTAL. Heme aquí dando vueltas como un buitre en torno a las ruinas de la Gedächtniskirche, la iglesia de la memoria, un campanario casi destruido por los bombardeos que, en el centro de la ciudad, debería ser una advertencia para los hombres y el mundo, recordándoles la matanza de la última guerra. Ahí, en Europa Central, entre los negocios iluminados y el tránsito veloz de la noche, los taxis, los automóviles y los vehículos del ejército aliado, la iglesia parece más un muro de contención para los autos. Hay en Berlín muchos más signos de la locura destructiva de la guerra, hay aún casas con rastros de proyectiles en el yeso de los muros, hay edificios que han conservado intacta sólo la fachada, el resto son sólo cúmulos de piedras cubiertas de nieve. Pero en el fondo la verdadera tragedia es que estoy aquí, solo, con poco dinero en los bolsillos, dando vueltas como desesperado en medio del tránsito de la ciudad, escuchando que todos se desean Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo y que yo aún no he aprendido bien este bendito idioma. La guerra, la verdadera guerra, dice Klaus, es ésta: no el odio que impulsa a la gente una contra la otra, sino la distancia que separa a las personas que se aman. Esta tarde, esta noche, en la noche buena, no soy más que un pobre estudiante italiano de veinticuatro años perdido en la metrópoli, sin amigos, sin una chica, sin un pavo relleno que devorar mientras bebo una cerveza y sket. Por esto, en cierta forma, estoy en guerra.
Dejo Kudamm siguiendo el tránsito hasta Wittembergplatz. El cielo es extraordinariamente negro y está apuntalado con estrellas. Al sur, sólo en Italia, sería una noche dulcísima y perfumada. Aquí no percibo olores, y ni es, al final, gran claridad la de ese techo vacío y gélido, barrido por el viento helado y que me obliga a caminar con la espalda erguida mientras miro fijamente el suelo. La nieve, caída hace algunas semanas, está apilada en bloques de hielo a los costados de la calle. Los berlineses dicen que ésta es una Navidad cálida, pero en realidad ésto es Siberia. Sigo avanzando, intento concentrarme, debo encontrar una salida, no puedo pasar solo mi primera Navidad en tierra germana, tirado en la calle como un piojo. Klaus, mi compañero de casa, volvió con su familia a Hamburgo para las fiestas de fin de año, lo mismo hicieron nuestros otros amigos Hans, Dieter y Rudy: hay quien fue a Mónaco, a Fráncfort o Stuttgart. Sólo quedó Katy, la única berlinesa de nuestro grupo, amiga de Klaus, pero tiene una gran cena con sus familiares y no pudo invitarme. Siento de pronto el olor de hamburguesas, levanto la cabeza, veo un quiosco a un costado del camino que fríe salchichas y papas. Compro mi cena de Navidad, aquí en Witterbergplatz y la como mirando los escaparates iluminados y suntuosos de las grandes tiendas KaDeWe que exponen decenas y decenas de vestidos de noche, los más costosos son los italianos. En el fondo no tengo problemas de soledad. Lo que me falta es alguien, por la noche, con quien sentarme a la mesa de una cervecería y beber un vaso.
ROMA. Llevo toda la tarde detrás de este maldito permiso de treinta y seis horas, dando vueltas entre el edificio de mando, la sala de equipamiento y la comandancia como un lunático histérico, golpeando los tacones y saludando lo mejor que puedo y poniendo ahí sobre la mesa, bien a la vista, la fatídica hoja que me permitirá huir de este maldito cuartel, llegar a un hotel, darme una buena ducha, ponerme un traje limpio y luego irme directo a la fiesta de Clara. Pero no, aquí estoy sobre este catre, falta la firma del coronel y no puedo retirarme. Me dan ganas de llamar al imbécil de mi primo, el general de caballería (pardon, de Lanceros) que me aconsejó hiciera el servicio aquí diciéndome verás, no tendrás problemas con los permisos, irás a casa cuando quieras etcétera, etcétera. ¡Pero no, aquí está el lancero Giulio Marini ya histérico y devastado por un mísero permiso de treinta y seis horas que nadie tiene la gentileza de firmarle, con la perspectiva de renunciar a una fiesta que iniciará en pocas horas y que no podrá verlo entre los invitados! ¡Dios Santo! Ahora llamo a ese primo y le digo esto y aquello y también esto otro, eh, entenderá con quién está tratando, ¡hay tantos chicos que me esperan, ni siquiera puedo estar aquí con estos sureños imbéciles dentro del cuartel! ¡En la noche de Navidad! ¡Imagínate! ¡Que se jodan todos! Ahora voy ahí, llamo hasta Údine, llamo al primo general Vitaliano y escuchará todo lo que tiene que decirle el lancero Mariani… Qué lástima que mamá y papá estén en la montaña y sea ya inútil que intente llamarlos. A esta hora estarán borrachos por el champán y en algún lindo hotel. Quizás ya habrá nevado.
CORVARA. Marisa es estupenda. En verdad extraordinaria. Esquiamos todo el día en Pralongià, pistas artificiales, que quede claro, pero geniales para conocerse y conversar sin estar demasiado preocupado por las bajadas. Hacía ya tres días que le había echado el ojo, su cabello rubio cenizo que deja suelto sobre su espalda, su forma de hacer las bajadas y esa forma desenvuelta de vestirse, no con trajes y bufandas lunares y demás cosas así, sino con un par de pantalones de lana elástica negra que ella dice son auténticos fifties, de Laura su hermana mayor; y esas botas ridículas, sin broches y tan viejas como para romper los tobillos, y que, por el contrario, puestas en ella, se ven ligeras y elegantes. Las demás de nuestro grupo parecen pavitas todas en fila y todas tontas, están siempre ahí, avanzando sobre la nieve, una junto a la otra como patitas. Marisa no, ella es tan despreocupada…
ROMA. Estoy jodido. La Comandancia cerró. El Coronel no apareció. El ayudante mayor se esfumó, el teniente de guardia, que podría firmar, evita asumir la responsabilidad incluso cuando lo he hecho leer el código militar en el que dice que a falta de superiores directos es él, el dirigente de la barraca, quien puede darme su firma. Mi permiso se pierde en la oscuridad de un edificio cualquiera, Dios mío, qué tristeza. Podría irme tranquilamente, pero en este punto qué sentido tiene dejar una fiesta a las once y media para volver al catre. ¿Y si me fugara? No, ni pensarlo. Mis verdaderos amigos, los que me cubrirían sin dudarlo, están todos de permiso. Estoy cansado, aburrido y deprimido. Me quedo en el catre a ver el techo, las manos cruzadas detrás de la nuca, el cigarro en la comisura de los labios. Los reclutas hace poco comenzaron a hacer alboroto, los cocineros, los guardias y los demás parias vinieron a la habitación semidesierta con botellas de vino y uno que otro pan robados de la tiendecilla de víveres. Se abrazan y gritan y cantan mirando las fotos de las chicas. De esta chusma no entiendo ni las palabras ni los gestos, son como árabes para mí. Ya es medianoche. Lloraría de rabia.
CORVARA. Comí tan rápido como pude la comida tradicional de Navidad, es decir, tortelli de calabaza, amaretti y brandy, pescado de Comacchio marinado, anguila y salmón fresco. En verdad un récord. Por el contrario, fueron larguísimas esas Ave María que la abuela nos obliga a recitar de pie frente a la mesa llena e iluminada por las velas rojas, cada año a las nueve en punto, un rosario completo con todos los misterios, las glorificaciones y las beatificaciones. No podía esperar a que terminara, de hecho, después probé un poco de pescado y corrí a la fiesta de Marisa. Es una Navidad estupenda. Una de esas cosas que se cuentan en los trabajos de la escuela, la nieve fuera de las ventanas de la cabaña, el panettone, los dulces, las bebidas y el vino espumoso pese a que todos somos menores y nuestros padres nos prohibieron beber alcohol. Marisa está en el centro de la fiesta. Seremos una veintena de personas en la sala de su casa. Sus padres se fueron al festejo en el Hotel Cristallo y le dejaron casa libre (¿por qué no nos mandan a la abuela con sus Ave María?). Escuchamos música, bailamos, nos miramos. A la media noche sus amigos, un grupo de Florencia, tocan sus guitarras y cantan una canción. Es en ese momento que ella se me acerca y me da un beso sobre la mejilla y me da las felicitaciones tomándome de la mano. Los fuegos artificiales comienzan a explotar en el cielo. Salimos corriendo de la casa tomados de la mano. Miro a Marisa, tiene las mejillas sonrojadas, sus ojos azules resplandecen con los destellos de la noche. Tengo quince años y sé lo que un hombre debe hacer en estas ocasiones. Acerco mi rostro a su mejilla y le planto un beso. ¡Responde! ¡Responde! Guiados por antorchas y los fuegos artificiales, los maestros de esquí descienden lentamente por las pistas. Es Navidad y todos parecen felices.
ROMA. Los sicilianos, los napolitanos, los abruzos, los casertanos, los sardos, los calabreses, los pulieses hacen un maldito caos. Encendieron la radio y cantan como endemoniados. Beben y comen, bailan y brindan. ¡Los odio! ¡Los odio! ¡Sólo necesitan algo para cantar y son felices! Dios, qué molestia. Luego se acerca a mi catre un tipo ofreciéndome un vaso, dice ¿por qué no bebes con nosotros? Es todo tan extraño, tan imprevisto. Me parece como si no hubiera planeado otra cosa. Es increíble cómo respondo, un poco tímido, y digo que sí. De repente siento calor y la rabia comienza a esfumarse. No está tan mal, entro a la fiesta, comienzo a divertirme y a reír, vamos todos corriendo a la plaza de armas y encendemos un fuego enorme. Quemamos todo lo que encontramos. Es como un motín. Todos gritan, corren a las cocinas en busca de basura, a las oficinas, a la enfermería. El teniente de guardia interviene junto con otros soldados, pero él también cae víctima del vórtice del vino y se pone a cantar (es napolitano). En poco tiempo se vuelve una gran fiesta, una pobre fiesta para los muchachos uniformados.
BERLÍN OCCIDENTAL. Seguí caminando hasta llegar a la Nollendorfplatz. Mi casa no está lejos, pero la idea de pasar la medianoche solo me hiela la sangre incluso más que la temperatura de Prusia. El tráfico se ha disipado. Detrás de las ventanas encendidas veo muchas siluetas que danzan como mariposas. ¿Serán felices? También yo fui feliz, al menos una vez, en Navidad. Fue mi primer amor. Tenía el cabello rubio cenizo y estábamos arriba de la montaña. ¡La primera chica que besé y no recuerdo siquiera su nombre!
Un autobús se detiene frente a la marquesina. Está casi vacío. Me viene la idea de dar un paseo solitario por Berlín. Por lo menos hace menos frío y podré estar sentado. «Feliz Navidad» me dice el conductor. Es un tipo bastante joven, alrededor de los 30 años. «Feliz Navidad» le digo en alemán. «¿Eres turco?», contesta él. ¡Dios! ¿Hace tres semanas que estoy por acá y hablo aún como turco? ¿O quizás los dice por el color de mi cabello? Le respondo que está equivocado. Él ríe y me invita a una fiesta. Es tiempo de llegar a Kreuzberg y terminar el turno. «¿Por qué no?» digo. De pronto no me siento más en guerra. Sé que este sentimiento no tiene nada que ver con Navidad, ni con el Norte, ni con Berlín. Es una cosa que tiene que ver con mi vida y mi pasado, algo íntimo y delicado que me hace, de improviso, estar bien en esa noche sobre ese autobús, vagando por las calles de la metrópoli.
Pier Vittorio Tondelli (1955-1991) Uno de los narradores más importantes de la década de los 80. Su primera novela, Altri libertini (1980), le trajo fama y censuras por igual gracias al tratamiento abierto de la homosexualidad. De su obra periodística destaca Un weekend postmoderno. Cronache dagli anni ottanta (1990) en el que el autor explora y reivindica movimientos artísticos, musicales y literarios de la época.