Edward Hopper – “Automat”
(1927)
Un silabario es un libro de iniciación a la lectura, una herramienta de alfabetización con la que los niños poco a poco van descubriendo palabras y significados; mediante estos libros los niños van descubriendo el mundo. Emulando estos libros educativos, Goffredo Parise escribió una serie de relatos, cada uno surgido a partir de un sentimiento o un elemento de la vida cotidiana que el autor consideró esenciales. Con gran sobriedad, y una aparente sencillez, Parise crea historias alrededor de la palabra que dá título al texto. Cada cuento es una invitación a redescubrir el mundo. En esta ocasión, y proveniente del Silabario I, aquí está el relato “Amor”.
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Un día un hombre conoció a una joven señora en casa de unos amigos, no la vio bien, sólo vio que tenía el cabello largo y rojizo, un rostro de huesos robustos, pómulos marcados de campesina eslava y las manos anchas con las uñas bien cortadas. Le pareció tímida y casi asustada de hablar y expresarse. El esposo, un hombre rechoncho con ojos pequeños y desconfiados en medio de un rostro fruncido, parecía respirar hinchando el cuello, lo mismo que las ranas cantoras. Tenía, sin embargo, tobillos frágiles y seniles, ambas cosas, cuello y tobillos, daban al mismo tiempo una idea de fuerza y delicadeza.
El hombre sabía que estas primeras impresiones no podrían ser definitivas dado que se sentía distraído y porque en realidad no había ocurrido nada, de hecho casi no se percató cuando la pareja dejó la casa, tampoco pudo recordar el timbre de voz de alguno de ellos.
Pasó el tiempo y volvió a verla en un restaurante. Sí, sólo vio a la mujer, parada junto a una mesa. En el gesto de sentarse, ella se balanceó hacia un costado, arqueó un poco la espalda y, con un leve arrebato de su gruesa mano, alisó sus cabellos color zanahoria manchada de tierra. Llevaba un vestido de fiesta negro, un cinturón de metal dorado sujeto por los lados, zapatillas de charol negro adornadas con una hebilla, por una coincidencia de razones tan misteriosas como casuales, estaba bellísima. El hombre que la miraba desde una mesa lejana sintió el cómico aumento en los latidos de su corazón, aumentaban porque entendió que había entendido todo de ella. Ella también entendió todo de él (incluso que él entendía) porque en ese instante se volvió hacia él, lo reconoció y saludó con una sonrisa exultante que de inmediato (e ingenuamente) intentó contener dentro de los límites de la cortesía. Pero el ímpetu de esa sonrisa la había hecho separar los brazos y las manos de la mesa, las puntas de las zapatillas de charol presionaban el suelo para hacerla levantar. Fue cuestión de un momento, después la mujer se dirigió a sus comensales con un rostro gentil, pero serio, que ocultaba tras su cabello; las zapatillas volvieron a calmarse. Por su parte el hombre siguió mirándola hasta que los latidos de su corazón se calmaron. Entonces la miró un poco menos encantado y un poco más curioso, como si ella fuera, y cómo debería haber sido, una extraña: pero observarla de este modo, en la que habría querido percatarse de señas particulares, no hizo más que confirmar la grande y natural belleza de la presencia femenina. El restaurante le pareció desierto, o incluso, completamente inmerso dentro de una interferencia de colores y sonidos como la que se vería en películas viejas. De pronto, el hombre se sintió débil, reconoció los signos de una emoción que no sentía desde que era pequeño y veía llegar a su madre en un día claro y gélido, su cuello surgiendo desde el abrigo de piel de zorro cubierto con manchitas blancas, su boca rosada y brillante, un lunar asomándose entre el maquillaje. Eran sin duda los mismos signos. Levantó la mirada de la mesa al mismo tiempo que ella levantaba oblicuamente la suya hacia él, ya no sonriendo, pero con el rostro atravesado por una llamarada, marcado por un dolor inesperado e injusto que no lograba comprender. Los ojos entrecerrados, como si mirara hacia la oscuridad.
Una noche, junto unos amigos que mencionaron a aquella pareja, el hombre dijo en voz alta para esconder la emoción: «El destino hará que nos encontremos otra vez». Los amigos no entendieron a qué se refería, pero luego de unos instantes se escucharon algunos automóviles y un grupo de gente ruidosa y alegre, entre la cual la alegría no era plena y algo, por el contrario, la turbaba esa alegría. La mujer venía con el grupo de gente, entró a la casa: se miraron por unos instantes, se miraron, de hecho, bajando las miradas. Se hablaron luego de los primeros momentos de timidez. Ella dijo que había estudiado danza clásica durante muchos años, pero que había dejado la danza cuando se había casado, por los compromisos familia. Ahora, cada tanto, la invadía una profunda melancolía.
«¿Por qué? ».
«Pues, no lo sé ».
«¿Quizás le habría gustado convertirse en bailarina? ».
Me habría gustado, pero sabe, pocas lo logran, además yo me casé». No entiendo por qué de vez en cuando me invade una profunda melancolía. Y sin embargo son feliz, amo a mi esposo y a mis hijos, nuestra familia es perfecta y es para mí la cosa más importante de todas. Es extraño. «Mi esposo dice que es agotamiento nervioso» .
El hombre sabía que no era extraño pero, por respeto y delicadeza, no lo dijo. Dirigió su mirada hacia el esposo, al que había visto tan poco. Estaba sentado en un sillón y, por el cuello que se le hinchaba al respirar, lo envolvía una actitud de vieja autoridad. Eso decía que era autoritario, pero los tobillos débiles le restaban autoridad a su modo de decir las cosas(e incluso a las cosas mismas) pues éstas parecían salir de su enorme boca con soplidos regulares y delicados que se perdían en la habitación. Él lo entendió y se concentró en sí mismo y en el sillón, evitó hablar y de ese modo comenzó a llenarse de paciencia y astucia.
El hombre notó que la mujer fumaba y tomaba demasiado. La voz de ella, lentísima e infantil, expresaba conceptos básicos, era un poco áspera, cada tanto tosía. Y sin embargo su belleza era clara e inmaculada como si no hubiera tenido esposo, hijos y familia y no hubiera jamás fumado ni bebido.
A menudo, el hombre pasaba por la ciudad en la que habitaban los cónyuges. Volvió a verla, ahora, entre dos ventanillas mientras los autos andaban en direcciones opuestas, ella lo saludó con la misma sonrisa impuesta de aquella noche en el restaurante. Cada iba solo en su automóvil (eran automóviles de la misma marca y del mismo modelo), ambos frenaron bruscamente. El hombre esperó hasta que la calle estuviera libre, dio vuelta al automóvil y se acercó al auto de ella, quien lo esperaba detenida del otro lado, pero apenas él se acercó, la mujer siguió su marcha y él logro verla por algunos segundos a través del espejo retrovisor, la vio con el rostro inflamado como el de un muchacho que recibió un fuerte golpe; por eso la dejó marcharse.
Un día la mujer lo llamó por teléfono para invitarlo a cenar, un domingo. Al principio él no entendió de qué se trataba, luego lo asaltaron la sorpresa y la emoción. Le dijo que recorrería cientos de kilómetros, muchas veces, sólo para verla, y balbuceó un poco. Ella respondió que debía «colgar» el teléfono.
Volvieron a verse en una gran fiesta. En medio de su gruesa cabeza redonda, el rostro de la mujer se veía hermoso, asustado e infeliz, pero en ese rostro había también, por desgracia, una obtusa soberbia que hirió al hombre, pero que, sobre todo, hirió los latidos de su corazón, que se relajaron y volvieron a la normalidad. Cuando tuvieron ocasión de hablarse (ella huía y él bailó todo el tiempo con una hermosa mujer que reía moviendo la cabeza) le dijo que estaba ofendida y molesta por lo que había dicho al teléfono. Estaba feliz, muy feliz y enamorada del esposo, su matrimonio era algo «maravilloso, excepcional» . Le dijo que había contado a su esposo todo sobre esa llamada porque entre ellos dos no había secretos. Mientras dice ésto sonríe con firmeza , pero su rostro estaba inflamado por el dolor y la vergüenza y dos surcos habían aparecido desde las comisuras de sus labios hasta llegar casi al mentón. El hombre miró al esposo que los había observado discretamente y ahora se volvía, algo encorvado y ondulante, perdiendo y conservando la autoridad. En un cierto punto se sentó sobre un escalón fingiendo seguir la música de la banda que estaba tocando. Con el cuello y los ojos orientados hacia arriba emitió un grito ácido, áspero, que en la confusión de la noche nadie escuchó.
De pronto la mujer dijo «Déjame en paz» , se alejó del hombre encorvando la espalda y, con pasos dolorosos y danzantes, fue a posar su frente contra el vidrio de una ventana, el vaso de whisky aún en su mano. Más tarde alguien dijo que había llorado y hecho una escena, quizás porque había bebido.
No obstante todo, la pareja invitó al hombre a una gran cena en su casa, él no quiso negarse, por educación y porque aún quería verla. Él se sentó a la derecha de la mujer, quien mantenía los surcos en las comisuras de los labios, ella le hablaba con cierto desafío y no sonrió nunca si no con desdén y sin relajar el rostro alterado aquí y allá por aquellas marcas. En dos o tres ocasiones sucedió que las manos o los hombros de ambos se tocaron, pero ella retrocedió ofendida. El hombre estuvo muy atento a que no volviera a suceder algo similar y alejó su silla, incluso, luego de un rato, se levantó y vagó un poco por la casa. Recorriendo un pasillo a media luz, en determinado momento, encontró a una niña solitaria en camisa de noche, pelirroja como su madre. Él le acarició la cabeza; la niña le tomó rápido la mano, se la posó sobre el pecho, se la apretó como ocurría en su sueño. La niña se quedó mirando hacia el pasillo, con sus largos mechones de cabello adormecidos en el aire. Después la niña soltó la mano y se fue a quién sabe dónde. El hombre volvió a la gran sala de estar en la que el esposo distribuía champaña: ella permanecía sentada en la cabecera de la mesa, fuerte y severa; su esposo sonreía y era bueno y servicial.
El hombre volvió con mayor frecuencia a esa ciudad. No vio más a la pareja de esposos, pensó en ella siempre y le pareció que hubiera pasado mucho tiempo. Por el contrario habían pasado sólo pocos meses, pero el sentimiento que él y la joven señora habían sentido (y aquí descrito) era tal que ambos, sin quererlo y sin saberlo, habían, en tan poco tiempo, vivido y arrojado al aire algunos años de sus vidas.
Goffredo Parise (1929-1986) fue escritor y periodista. Ganó los dos premios literarios más importantes de Italia, el Viareggio con la novela Il padrone (1967) y el Strega con Silabario II (1982).