Luego de ciertos conflictos con el partido fascista, Curzio Malaparte fue enviado a un exilio interno en la isla de Lipari. Fue ahí donde adoptó a Febo, un perro al que dedicaría no pocas páginas. “Perro como yo” es un fragmento de la novela más celebrada de Malaparte, La piel. En este breve texto, Malaparte deja constancia de la amistad única que sólo puede entablarse entre un hombre y su perro.
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Si no fuera un hombre, y no fuera el hombre que soy, quisiera ser un perro. No ya, como Cecco Angiolieri, para ladrar y morder, sino para asemejarme a Febo. Quisiera ser un perro como él: de pelo corto, de un pálido color lunar, manchado aquí y allá con zonas rojizas, de vientre delgado, de piernas rápidas y musculosas. La cabeza la quisiera fina y larga, las orejas en punta, los ojos azules. Y poder correr por las tierras, entrar en selvas en ríos en prados en montes, poseer la naturaleza mediante sentidos distintos a los que poseen los hombres. Poder inventar el mundo, e intentar, así, corregir los errores de la creación no desde el punto de vista humano, como intentan los hombres, sino desde el de un perro. Quisiera ser un perro justo por todo aquello que más tiene de animal, y que más revela en él un instinto lejanísimo del que tiene el hombre, una dignidad, una libertad, una moral distinta.
Antes del alba salir a cazar por los bosques y pantanos, detrás de olores tejidos en el aire como hilos invisibles, olfateando las huellas de las alas de los pájaros en el aire acidulado de la mañana, y los leves signos triangulares de sus patitas rojizas en el azul y verde suspendidas sobre prados y ríos. El olor lejano de los fuegos de enebro en los montes, el sabor fuerte del mar. Y de vez en cuando, volviéndome atrás, gozar ya no por panoramas de nubes, de montañas, de llanuras, sino por panoramas de olores: allá no la selva propiamente, mas el olor de la selva. Ahí abajo no el camino, mas el olor del camino. El olor de los montes, no los montes. El olor del carretero y del caballo sobre la vía polvorienta, no el carretero y su caballo. Admirable la dignidad del perro de frente a la naturaleza, un estado, diría, casi viril, un estado estoico, que revela no sólo la serenidad de una razón ajena a pretextos pictóricos y sentimentales, experimentada ante los desengaños de las imágenes, sino una sabiduría suprema, un alto equilibrio de los sentidos, una consciencia clara del propio ser en relación al inquieto, y romántico, mundo de la naturaleza.
Una naturaleza rica en olores, no en colores; de sonidos, no de imágenes. Y esencial justo por su armonía sin forma. De tal modo que no me enfrentaría al peligro, al que subyacen los hombres, de verse traicionados y corrompidos por lo que ellos llaman belleza. Que la hierba susurre, que el agua de la corriente fluya limpia entre orillas florecidas, que las hojas murmuren en el viento que las lleva, que los árboles, los montes y las nubes surjan en el aire transparente: yo no tendría que defenderme de las artes mágicas de la naturaleza, de los engaños de las apariencias que ésta continuamente crea y destruye, ni de los sentimientos que ésta inspira en el ánimo humano. Sino paseando libre por verdes selvas, entre la hierba, en aguas felices, obedecería sólo a la íntima fuerza animal, y sólo contaría para mí el ritmo de mi sangre, la elástica potencia de los músculos. Digna de noble envidia es esta libertad del perro frente a las tentaciones de la naturaleza, su extraño dominio del libre albedrío. Y si bien parece que el perro depende del hombre, y que le sea esclavo, su destino es autónomo, libre y solitario.
De mi amigo Febo, más que de los hombres, su cultura y su vanidad, aprendí que la moral es gratuita, un fin en sí misma, que ni siquiera se propone salvar el mundo: si no crear siempre nuevos pretextos al propio desinterés, al propio juego libre. El encuentro entre un hombre y un perro es siempre el encuentro entre dos espíritus libres, entre dos formas de dignidad, entre dos morales desinteresadas. El más gratuito de los encuentros. No hay momento, de toda mi vida, del cual tenga un recuerdo tan vívido y puro como el de mi primer encuentro con Febo.
Me encontraba exiliado desde hace algunos meses en la isla de Lipari: y no bastándome el abierto horizonte marino para devolverme el sentido de mi libertad moral, debilitado por mis sufrimientos físicos, y temiendo, como suele ocurrir, que la tristeza de mi selvática soledad, entre gente sospechosa de cada uno de mis pensamientos como de una amenaza o de una traición, y del estado incierto de mi salud, afectada por un una fiebre continua, me hicieran decaer de esa condición de dignidad, incluso del orgullo, que es normalmente la natural condición de mi espíritu, me persuadí de que lo mejor para mí era elegir un compañero, un amigo.
Desconfiaba de los hombres, quizás únicamente como espontanea reacción a su propia desconfianza. Elegí un animal, un perro: pareciéndome que un perro fuera el más adecuado para ser un amigo desinteresado, el que me impidiera que poco a poco me inclinara, me humillara, cayera en ese estado de indiferencia y postración que es el estado más cercano a la mezquindad. Había visto desde hace unos días un cachorro, de esos que los pastores de la isla llaman “chernegui”, y que vienen de las costas de Asia, de la familia de los lebreles. Tenía el pelo claro, todo lleno marcas de sarna. Pasaba el día escondido bajo la quilla de los barcos encallados en la playa. Por la noche seguía las jaurías de perros callejeros que partían hacia los montes en busca de corderos perdidos en medio de flores de retama y zarzas, para comerlos vivos, impulsados por el hambre y la feral naturaleza; y al alba bajaban a la costa, a la espera del pez descartado que los pescadores dejan sobre la orilla frente al muelle. Al principio su desconfianza fue amarga. Luego, un buen día, me siguió: y son ya seis años que él comparte conmigo mi fortuna e infortunio, que se convirtió en el elemento más íntimo y más noble de mi vida.
A menudo, por la noche, del alto y ventoso umbral de mi casa sobre el mar, en las ansiosas vigilas a las que me condenaba mi maligna fiebre, miraba los botes de los pescadores salir hacia la luna, escuchando el sonido lamentoso de los nichos marinos alejándose en la plateada niebla. En el monte se encendían los fuegos de los pastores, los perros callejeros ladraban en las selvas de retama, el mar respiraba dulcemente frente a mi puerta. Y luego me daba cuenta que Febo me miraba con un triste y noble reproche en los ojos afectuosos. Entonces me venía una extraña vergüenza, casi un arrepentimiento, de mi tristeza; una suerte de pudor frente a él. Sentía que Febo, en esos momentos, me despreciaba: con dolor, con delicado afecto, pero que en verdad había, en su mirada, una sombra de piedad y, al mismo tiempo, de desprecio. Así, poco a poco, lo tuve no sólo como un compañero, sino como un juez. Él era el custodio de mi dignidad.
A veces, cuando la soledad más invadía mi corazón, advertía en sus ojos no esa expresión de espera paciente que muchos leen en los ojos del perro: sino una mirada larga, pesada, llena de oscuros significados. Sentía su presencia como la de una sombra de mi sombra. Era como un reflejo de mi espíritu. Él me ayudaba, con su sola presencia, a reencontrar esa distancia entre el bien y el mal, que es la primera condición para la serenidad y la sabiduría de la vida humana. E incluso hoy, quizá más que entonces, siento que Febo me asemeja, que él no es otra cosa más que el reflejo de mi consciencia, de mi vida secreta. El retrato de mí mismo, de todo aquello que en mí existe de manera más profunda, íntima, más instintiva. Mi espectro, diría.
Ahora reconozco en él mis rasgos más misteriosos, mis momentos más inciertos, mis dudas, mis temores, mis esperanzas. Es mía esta dignidad suya frente a los hombres, mío este orgulloso coraje frente a la vida, este desprecio por los fáciles sentimientos humanos. Mía es su consciencia moral. Pero más incluso que yo, él es sensible a los oscuros presagios, a las voces de la naturaleza. Su extrema sensibilidad me llena a menudo de un extraño temor en el que la esperanza no tiene gran parte. Ni qué decir cuando él escucha llegar, desde lejos, las horas tristes y los pensamientos negros, similares a insectos muertos que el viento lleva quién sabe a dónde. Pero cuando, echado a mis pies, con las orejas altas, los ojos atentos, advierte a mi alrededor una presencia invisible, una sombra, una larva que se acerca, o se aleja, acariciándome la cabeza, espiándome detrás del vidrio de la ventana. Por los movimientos de Febo entiendo si la misteriosa presencia está cerca o lejos; y cuando se alza de golpe, y ladra feroz y desesperado, y luego calla sereno, y viene a posar su hocico sobre mis rodillas, sé que la sombra se ha ido, que ningún peligro amenaza más mi descanso o mi trabajo.
Un día Febo me mirará con mirada de adiós, se alejará por siempre. Como Alcestis, él saldrá de mi casa volviéndose atrás cada tanto: en los ojos azules, velados por lágrimas, veré un supremo sentimiento de piedad y amor. Mi único amigo, el más querido de mis hermanos, me dejará para siempre. No volverá más. Me quedaré solo junto al fuego, el libro abierto sobre las rodillas, y no tendré el coraje de volver el rostro hacia la puerta abierta. Pero estoy seguro que Febo, de pronto, me llamará desde lejos. Su ladrido cansado me llamará desde el fondo de la noche. Y yo sé que iré tras él, para seguir el destino suyo y mío. Nos alejaremos bajo la luna, entre la hierba alta, siguiendo el río, y Febo ladrará contento: así nos iremos los dos, como dos viejos amigos, como dos queridos hermanos, retozando, corriendo uno detrás del otro en ese feliz juego sin retorno.
Curzio Malaparte (1898-1957) Seudónimo Kurt Erich Suckert, fue periodista, escritor y diplomático. Trabajó para el gobierno de Mussolini, lo que permitió que su obra mostrara duras críticas al fascismo desde una posición muy cercana al mismo, razón por la cual algunas de sus obras fueron censuradas o publicadas originalmente en francés. Entre su obra destacan: La piel (1949), Kaputt (1944), Técnica del golpe de estado (1931) y el póstumo Muss: el gran imbécil (1999).
Ileana Domínguez
Me enterneció y estremeció mi corazón.
Seres más leales y de amor desinteresado no conozco.