Cosme, un alcohólico en proceso de recuperación, asiste a una grupo de Alcohólicos Anónimos y cuenta a los asistentes las últimas novedades en su proceso de desintoxicación. Un día, alguien toca a la puerta de Cosme, es un hombre enjuto y de cara dura, ha ido a buscarlo hasta su casa pues su hijita fue deshonrada por Rutilio, el hijo puberto del alcohólico.
Con mucho humor, Carlo Coccili aborda en este relato varios temas centrales en su producción literaria: la sexualidad, la espiritualidad y el alcoholismo. Este relato, publicado en 1984 en el libro “Uno e altri amori”, bien podría ser un anexo de “Hombres en fuga” (1973), libro en que el autor se avocó enteramente a explorar la espiritualidad y los efectos que ésta tiene en los grupos de A.A.


¡Ay queridos compañeros, non sea que le moleste a los Doce Pasos, delante de los cuales me inclino, no sea que le moleste a las Doce Tradiciones que regulan nuestra vida aquí en el Grupo bendito, pero, si no se los cuento, me muero! Por eso pido su tolerancia. Me ven vivo, más huesos que carne porque siempre he estado seco, pero soy huesos vivos gracias al Poder Superior que cada uno concibe como quiere o como lo logra; yo para mí lo llamo Dios y se acabó la fiesta. Cosme, ¿estás vivo? Estoy vivo. ¿No será un engaño de tus sentidos falaces? No es un engaño de mis sentidos falaces. Un muerto no tiene siquiera sentidos falaces. Yo les estoy hablando y los muertos no hablan. Disfruto cuando les hablo. Ustedes son mi maná, la Coca-Cola que me quita la sed en el desierto. Valen más que mi señora esposa, pobre mamacita a la que tanto he hecho sufrir. Ay, queridos compañeros, valen más que mis propios hijos, y tengo cuatro. Tres hombres y una señorita. El último de los hombres es ese cabrón de Rutilio.

Compañeros queridos: yo el domingo por la mañana me levanto tarde. Pero aquel domingo, y han pasado ya doce días si no me falla la cuenta, no eran todavía ni las siete y ya estaban tocando a la puerta de nuestra humilde casa. Mi mujer ya se había levantado y estaba preparando el café. Yo estaba en el calor de mi cama y me concentraba en aspirar el olor de los huevitos con tocino y chile. Comparaba la beatitud actual con los abominables domingos por la mañana de aquella época interminable de mi actividad alcohólica. Cuando, recuperando la consciencia entre escalofríos y vómitos, tenía la impresión de ser un monstruo antediluviano, una cucaracha, una iguana. Y no mi acercaba al espejo sólo para no echarme un escupitajo. Estaba muy escuálido, infame, desagradable, un hijo de la chingada. Pero aquel domingo por la mañana, gracias sean dadas a ustedes mis compañeros queridos, gracias sean dadas al Poder Superior al que cada uno le pone el nombre que quiere pero que yo llamo Dios, disfrutaba del calor de mi humilde cama y del olorcito del huevito y el tocino y el chile del que les acabo de hablar. Estaba tan atento que me habría puesto a cantar. Nuestra casa es pobre pero siempre está llena de alegría. Aunque no me los merezco, soy el dueño de cuatro camioncitos con los que transporto papayas desde mi natal Veracruz hasta el mercado de la Merced en esta bella capital. Sí, queridos compañeros, soy de Veracruz, tierra bendecida por Dios y la Virgen María. Tengo además un humilde pero próspero taller mecánico en el que trabajan mis dos hijos mayores dado que el último, el cabrón de Rutilio, no ha cumplido todavía los trece años. Pero bueno, les decía entonces que tocan a la puerta y mi media naranja va y abre. Escucho un parloteo y luego ella viene al cuarto:

          “Cosme “dice. “Te buscan. Es un vecino.”

 ¿Un vecino? Me levanto con un suspirote. Me doy una peinadilla porque soy viejo y feo “me parezco un poquito al músico y poeta Agustín Lara, veracruzano también él” pero con el Despertar Espiritual, por el cual agradezco al Poder Superior a ustedes queridos compañeros, al Grupo, a los Doce Pasos y las Doce Tradiciones, se me pegó una pequeña vanidad. Nosotros estamos aquí entre estas paredes no para volvernos santos, ¿verdad?, y el perfeccionismo es un mito que hay que rechazar, así como lo dice el padre Pfau aunque sus escritos no sean oficiales, pero sí muy leídos en los Grupos. Pues bien, voy a la puerta y en la entrada está un señor que no conozco. Me parece tímido y vacilante. “Buenos días”, me dice “¿tengo el gusto de hablar con el señor Cosme?” “Para servirle a usted y a Dios”, respondo. Y él con un hilito de voz y mirando hacia otro lado: “Soy un vecino suyo, me llamo Laureano Huerta, para servirle a usted y a Dios”, enuncia. “Encantado”, replico. ¿Qué cosa se esconderá entre las cortesías? Es un caballero de aire triste y con la piel más oscura que la mía, y eso que parezco un carbón del infierno, aunque mi señor padre, que en paz descanse, era casi tan blanco como la leche. Vestido de negro, el señor Laureano, también está vestido en paños dominicales. Se me olvidaba decir que me había guardado la pistola en la bolsa del pantalón. Uno nunca se sabe.

Y, dado que el buen vecino sigue en silencio y sin decir nada, hablo yo con un poco de brusquedad:

“En qué soy bueno, cómo, puedo ayudarle”.

“Señor don Cosme,” me dice él entonces con esa voz suya que parecía débil “señor don Cosme, es necesario que discuta con usted un asunto grave”

“Aquí me tiene para hablarlo, “digo, “y esta es mi humilde casa: pase, acomódese.”

 Pero él:

“La naturaleza del asunto que vine a discutir con usted, señor don Cosme, es tal que quisiera que lo habláramos en otro lugar “.

Verga, con el perdón de las damas aquí presentes (nosotros los veracruzanos somos un poquito groseros), excelente idea esa de sacar la pistola del cajón. Me fajo la camisa entre la panza y los pantalones y digo:

“Tenga la bondad, señor Laureano, de esperar un momento que me visto mejor: como que me está dando un catarro y no quisiera enfermarme más.”

 En la habitación reviso si la pistola está cargada y me pongo un abrigo. Regreso con él mientras sostengo mi sonrisa más agradable, una sonrisa a la Humphrey Bogart. “En diez minutos regreso, mamacita, digo a mi esposa, mientras pienso en el desayuno. Salgo a la calle con aquel triste hombre que es el señor Laureano. Hace mucho sol aunque es temprano, caminamos lentamente.

Por supuesto que Paseo de la Reforma no es mi calle, más bien vivo en una callejuela bien hija de la chingada que está toda de subida en la que los hijos de la verga de los vecinos amontonan su chingada basura.  Con el perdón de las damas aquí presentes.

Camino, entonces, paso a pasito al lado de este señor Laureano de mis tanates que me había alejado de las delicias dominicales. ¡Ah, pero ahora aquí estoy viendo entre ustedes, queridos compañeros, dos caras nuevas!  Serán visitantes en busca de emociones fuertes, o compañeros en la enfermedad del alcoholismo (incurable, progresiva y mortal, como bien los expuso el doctor Jellinek), los recién llegados me perdonarán por las sinceras palabras con las que está adornado mi humilde desahogo al que nosotros los Alcohólicos Anónimos llamamos catarsis: la catarsis salvadora. Entramos al Grupo como un puño bien cerrado y siempre listo para dar un buen chingadazo y es por la virtud de la catarsis que salimos como una mano abierta que da caricias: palabras del doctor Jellinek, si no me equivoco. Pero yo no estudié el arte de la oratoria como tantos políticos que nos hacen el favor de gobernarnos (con los resultados que ya conocemos) y no soy ni siquiera de esta “Culta Ciudad de los Palacios”, sino de la “Tres Veces Heroica” ciudad de Veracruz, Tierra de Dios y de la Virgen María. Lo que nos falta de educación, nos sobra en la fantasía del lenguaje. Esto lo explica, queridos compañeros y señores que se encuentran aquí entre nosotros por primera vez, y espero que no sea la última, porque aquí su servidor Cosme no se expresa exactamente como el Rey Sol en su palacio de Versalles.

Pero bueno, ya que el señor Laureano no deja de caminar con su paso solemne como si persiguiera a la estatua de San Calixto (aquel de los callos) en una procesión, la cabeza baja y perdidamente afligido, me detengo con decisión y le digo:

“Estimadísimo vecino: ¿non me haría usted el grandísimo favor de decirme en qué diablos soy bueno para servirle?”

Él también se detiene. Con un solo movimiento se voltea hacia mi insignificante persona y entonces dice:

“¿No tiene usted un hijo cuyo nombre es Rutilio?”

“Sí señor”, respondo y explico “el más pequeño de los varones, un chiquillo inteligente que se parece mucho su madre, mi digna esposa: dinámico y estudioso, es bueno para dibujar, ¡y si viera las maravillas que hace con el yoyo!”

“Se cogió a mi hija”, dice lapidariamente el señor Laureano mientras mira el suelo vil.

Breve silencio dramático. Es más, de suspenso. Ya me imaginarán ahí, con mi pie, dando patadas a la pinche tierra para mostrar cuánto me había encabronado.

“No no no no no, mi Rutilio no tiene ni los trece años, es una criaturita, no se cogería ni a una mosca.”

“Alomejor a una mosca no, per a mi hija sí se la cogió.”

Mi buen vecino tiene el gusto por las frases lapidarias.

“Pero si mi Rutilio no tiene ni siquiera…”, empiezo.

Él me interrumpe, perentorio, y afirma

“Sí los tiene.”

Con permiso de las damas, pero ustedes habrán entendido, queridos compañeros, a qué me estoy refiriendo con tantos enigmas y eufemismos. Pero en ese momento veo a tres jóvenes chonchos y de espalda muy ancha. Nos están siguiendo tan furtivos como policías coreanos. Tienen una sonrisa afilada que proclama de quién son hijos.

“En verdad no quiere hacerme el honor” continúa débilmente mi buen vecino “de acompañarme para conversar un momento allá en mi humilde casa arriba de la colina?” Extiende la mano hacia el cielo, pero en lugar de seguir su mano, yo no dejo de ver a los tres gorilas que nos rodean como si fueran lobos. Uno se agacha para recoger una piedrota.

“Será un honor entrar en su respetable casa”, digo a mi buen vecino “solo que todavía no desayuno y me gustaría…”

“Sera un honor invitarlo a desayunar”, replica el señor Laureano, interrumpiéndome como si hubiera encarnado a la firmeza misma. En su cara veo la fugaz huella de una fúnebre sonrisa.

Cierro los ojos. ¡Poder Superior, ayúdame! Caminamos hacia la colina seguidos por el macabro grupo de gorilas silenciosos y atentos, uno con la piedra entre las manos.

“Mis tres hijos varones”, dice murmurando el señor Laureano casi como si me anunciara la muerte instantánea. “Rodrigo, Ramiro y Regino: ¡tan buenos mis muchachitos! Este es el señor don Cosme, nuestro honorable vecino y padre del individuo que se cogió a Rosita.”

“¿Ese que es bueno con el yoyo?” dice uno.

 “Y no nada más con el yoyo” dice otro.

Bajo los ojos para meditar por un instante sobre la sublime grandeza del Programa de la asociación de Alcohólicos Anónimos de la cual somos felices pero indignos miembros. No se paga nada para formar parte de ella y a cambio recibimos una cornucopia de bendiciones. En el momento crítico donde me encuentro, la Consciencia Espiritual actúa en mí, queridos compañeros, con irresistible eficacia. De hecho, si esta grandísima mierda provocada por el cabrón de Rutilio me hubiera ocurrido antes de que llegara a ese punto, ustedes lo saben, compañeros queridos. que mi primera reacción habría sido la de precipitarme hacia la Botella.

Como sea, ahí a dos pasos de distancia de donde estábamos hay una taberna con el anuncio pintado de rosa mexicano que se llama “La batalla de Rocroi” Qué sea eso de Rocroi nunca lo he sabido.

Quito los ojos de la puertecilla tan infame y provocadora, recito en voz baja la Oración de la Serenidad:

Señor, concédeme Serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, valor par cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia.”

“¿Decía?”, dice el señor Laureano, alzando un oído curioso.

Yo respiro profundamente y me siento mejor. Palpo la pistola.

“¿Cuántos años tiene la chica, querido vecino?”

 Ahora nos encontramos en las cercanías de una cascuchilla donde, si mi instinto de viejo zorro no me engaña, tendré que poner en práctica el Despertar Espiritual al cien por ciento. Me siento como en Quo Vadis, cuando a un cristiano los hijos de la chingada de los Romanos lo llevan al suplicio extremo en el Circo Máximo.  Los tres gorilas vienen detrás de nosotros con un paso ligero (uno aún lleva la pinche piedra).

“Chica?” dice con estupor mi buen vecino. “¡Si es una chiquilla! Una pequeña creatura. No tiene ni los doce años”

“Señor mío, ¿pero usted cree que sea verdad? Mi Rutilio no se cogería ni a una mosca”, insisto, ya que la Esperanza es la última que muere.

Inexorable, lapidario, compungido, el señor Laureano no cambia de idea

“Una mosca tal vez no, per a mi Rosita sí se la cogió. ¡Y ahora le digo cómo se la cogió! Se la cogió una y otra vez, a mi Rosita.”

Ay, cabrón de Rutilio hijo de la…

Sigue pareciéndome imposible. ¿Cuándo fue la última vez que estuvimos juntos?, creo que en el baño de vapor El Pescador. Con el perdón de las damas aquí presentes, pero mi Rutilio entre las piernas no tenía nada con qué hacerle mal (ni tampoco el bien) a una mariposa. Entre tanta gente más o menos dotada, casi que me daba vergüenza por él. Ahora que como él juega al yoyo se me ocurre que…

Bueno: admitiendo, pero no reconociendo que esta pesadilla tenga, aunque sea una pizquita de verdad, ¿obtendré del Poder Superior la Serenidad suficiente para aceptar lo que no puedo cambiar?  Díganme ustedes, queridos compañeros, si un coño roto se recompone.

Con el perdón de las damas…

El segundo problema: el Poder Superior tendrá que conceder la calma a este papá afligido que camina a mi lado con la cabeza baja. Considero justo y oportuno sacar un poco de conversación.

“¿Usted no es de aquí, querido vecino, o me equivoco?”

“No se equivoca: soy de Quiroga Michoacán”, me responde con el tono optimista de quien anuncia le explosión de una bomba H.

Y en un cierto sentido la bomba H está explotando. Mi scusino le sante ombre dei fondatori, Bill e Bob di vene rata memoria, ma qui mi vedo minacciato da una figlia di troia puttana madre di compulsione.

Que me perdonen las santas sombras de los fundadores, Bill y Bob, y que me perdone también su venerada memoria, pero aquí me veo amenazado por una compulsión bien hija de la chingada. ¿Quiroga Michoacán? Pero si por aquellos lares, Dios nos agarre confesados, nacen ya con el cuchillo en la boca. Indios bárbaros, dicho sea con respeto.  ¿Quiroga, Michoacán? ¿Por qué no, ya de una vez, Chilpancingo Guerrero?

Compulsión significa que estuve tentado, por un momento, ¡pero qué momento! de dar media vuelta y refugiarme en el agradable puerto de “La batalla de Rocroi”: o sea, el infierno. Pero el Poder Superior intervino. Me envía: a) una duda, compañeros queridos, y b) una visión emocionante. La duda es más precisamente una sospecha: ¿qué me asegura que al final de cuentas el cabrón de Rutilio haya sido quién desfloró a la niña? La visión emocionante es ella: la niña.

“¿Cómo es?, ¿se ha desarrollado bien?”, pregunto al hombre tétrico que tengo a mi lado.

No me responde. Prefiere indicarme con la melancólica mano una puerta mierdosa: “Ese es mi humilde hogar, pase, acomódese, siéntase como en su casa.”

No me sería tan fácil. En el umbral de la puerta está mujer muy grande y con un cuchillo en mano. ¿También ella es de Quiroga, Michoacán? Mientras agita el arma. la mujer emite un bramido que no me anticipa nada buena

“Mi señora esposa” presenta el señor Laureano empujando a la mujer con el codo. Está nerviosa porque se cogieron a su muñequita.”

Compañeros queridos: cuando subí aquí a este foro apelé humildemente a su tolerancia. ¡No me la quiten! Hablo mucho, lo sé, estoy utilizando todo el tiempo de la reunión, pero la Conciencia del Grupo intuye lo que es necesario: si no hablo, muero. La catarsis nos es más indispensable que el aire que respiramos. He navegado hasta el bendito umbral del Grupo, llegué al final hace trece meses: y antes de llegar aquí, ¿qué era? Una basura andante, eso era, por no decir que era una mierda. No tenía rostro humano. No les haré el cuento más largo, además ya muchas veces han escuchado de mi horripilante existencia de alcohólico activo: cuando, si todo iba bien, me orinaban encima los perros. Naufragio humano, de hecho, pero nosotros sabemos que debemos evitar el mal de la autocompasión: nuestra enemiga. Desde mis abismos a veces le rezaba a Dios; qué le decía no lo sé; de cualquier modo nadie me respondía. Ya había consultado a cuatro pinches médicos y los muy imbéciles me habían respondido, “beba menos” El “beba menos” clásico, ¡pinches imbéciles, como si los enfermos que somos en realidad pudiéramos beber menos! En los momentos de lucidez también había visitado sacerdotes y curanderos y brujos: me dieron agua bendita y hierba santa y palabras lindas: sirvieron pa’ pura chingada. Hasta que llegó ese día bendito en el que mi compadre Felipe me trajo hasta buen puerto: me mostró el paraíso, pero no el de la batalla de Rocroi que no sé ni siquiera lo que significa: me mostró el verdadero paraíso.

Intentaré resumir. Me invitaron a sentarme. La mujer se había calmado, pero no del todo. El cuchillo no se lo habían quitado de las manos. Los gorilas con los nombres en erre, de pie en la puerta, me miraban. ¿En dónde habían dejado la piedra? Había también un viejo con el bigote a la Stalin, pero con una chamarra muy a la época porfiriana.

“Señores”, dije tomando la iniciativa, o más bien al diablo por los cuernos. “Lo que se afirma, yo me niego a creerlo. Mi Rutilio, insisto, es una creatura. Ciertas cosillas yo me atrevería a jurar que ni sabe que existen. Hace dos días escuché cómo le contaba a su hermanita que los bebecitos los trae la cigüeña desde París…”

“Sí, pero se cogió a Rosita”, dijo por milésima vez el monótono señor Laureano.

¡Qué poca imaginación!

“Dónde se la cogió?, pregunté repuesto del escozor.

Me miró confundido.

“¿Donde es” balbuceó “que las mujeres…?”

Pero yo me refería solamente al lugar en el que habría ocurrido el acto.

“En un campo de piedras detrás de la casa”, terminó por decirme el solemne pero no muy perspicaz vecino.

Cabrón de Rutilio: en un campo lleno de piedras. Caí presa de un temor paterno: ¿no se habrá hecho daño? Las piedras son duras y tienen puntas. En un campo de piedras…: ¡qué incomodo!

“Señores,” proseguí encomendando mi corazón a Quien ustedes ya saben, “no dudo de sus palabras porque los respeto mucho” Pero tampoco me es posible dudar de mis ojos. Y con estos ojos que un día serán comida para los gusanos, hace dos semanas, máximo tres, tomando un baño de vapor con mi pequeño Rutilio, tuve oportunidad de echar una mirada a ciertas partes que ustedes ya sabrán; les aseguro que eso que vi no lograría que a un ángel se ruborizara. No: ¡con ese badajo no se puede tocar una campana!

“Será” dijo la agonizante y odiosa voz del cuadradísimo señor Laureano “pero se cogió a Rosita”

De la mujer, agitada por estas palabras, salió un grito casi como si le hubieran sacado la matriz sin anestesia. Se puso una vez más a agitar el cuchillo.

Aquí ocurrió, por suerte, la intervención de uno de esos tres gorilas, quizás Rodrigo: “Como sea un angelito no es”, dijo con una voz que recordaba la de su señor padre.

“¿Cómo? Pero si hasta juega con el yoyo.”.

“Pero no sólo con ese yoyo”, insinuó entre risas.

“Y tú, joven, ¿qué sabes?” >>

“Yo sé, yo sé”, concluyó, aparentemente lleno de satisfacción.

Desvié la mirada llena de nauseas, pero francamente no sabía hacia dónde mirar. Imploré a los Axiomas o “dichos santos” de nuestra maravillosa asociación. “Con calma que llevo prisa”, no, ese no me servía. “Lo primero es lo primero”, tampoco este se adaptaba a mi problema…

“Todo tendría que demostrarse” dije buscando el modo de expresarme con cordial desenvoltura. “Y, a todo esto, ¿dónde está la chamaca, la heroína de esta aventura?”

El viejo náufrago de la época de don Porfirio que, hasta este momento había estado calladito, calladito, esa momia hija de la chingada se puso de pie para declarar:

“Habiendo efectuado la valoración científica correspondiente, yo, su servidor, certifico que la señorita Rosita Huerta Pérez ya no es tal, es decir, una señorita, y no lo es por obra de varón; y que por lo tanto…”

“Y usted quién chingados es?”, lo interrumpí algo indignado.

Me dio una tarjetita pitera con el emblema de la Escuela Esculapio. Me dieron ganas de invitarlo a que se la metiera por donde más le gustara. Logré controlarme una vez más:

“Necesito hablar urgentemente con la niña”, dije.

Ay, queridos compañeros: ¡qué botoncito de rosa! es cierto que en el nombre está el presagio y la gracia. Los ojitos que tenía eran como para condenar a un eunuco. Chiquita chiquita y morenita morenita como generalmente son las mujeres de Michoacán: pero qué flama la que tiene adentro. Cabrón Rutilio, te entiendo pese a lo poco que me mostraste en el baño El pescador.

Me asaltó otra duda: ¿no es que en el baño había mucho vapor?

Desconcertado, me acerco a la hermosa niña para investigar:

“Chiquilla: ¿estás segura de que mi hijo fue quien te lo hizo?”

Me responde con una vocecilla chillona que compensa la de su desgraciadísimo padre: 

“Sí, señor don Cosme: ¡me lo hizo su hijo Rutilio!”

“¿Y qué es lo que te hizo precisamente, chiquilla? “

Tiene la cabecilla baja, mimosa, al lado de ella están sus hermanos asquerosos, el papá inexpresivo y su madre con el cuchillo en la mano, al final termina por murmurar:

“Eh, me hizo… me hizo…”

¡Qué elocuencia! Será posible que en su vocecita se perciba… ¿cómo lo diré?: ¿la satisfacción de quien acaba de comerse un buen platillo?

“¿Y dónde te lo hizo?

Soy el padre del autor: tengo el derecho de saber.

“En un campo”, me responde con un suspiro.

¡Inocente! ¡Si hubiera sido su papá, me la habría comido a besos a la muchachita linda!

“¿Te… te obligó?”

Se queda callada y hay un gran suspenso entre su mamá, sus hermanos e incluso el tonto del papá se veía más afligido que Cuauhtémoc en el bracero donde lo puso Hernán Cortés.

“No.”

¡Bendito sea el Poder Superior!

“No te obligó? ¿Ni siquiera un poquito? Lo que quieres decir, ¿verdad bonita?, es que tu quisiste.

“Sí.”

 “Se dice sí señor, tarada esta, ¿cuándo aprenderás los buenos modales?”, la regaña su madre agitando el cuchillo.

Qué señora tan cortés: tan preocupada por la educación de su familia…

“Sí señor”, suspira obediente la niña de ojos azules.

“¿Y tú por qué estuviste de acuerdo, chiquilla?”

Espejo de sinceridad, me responde:

“Me gustaba.”

Nuestro idilio se rompió por la voz insistente y rompe huevos del señor Laureano:

“Ahora es indispensable que se presente el culpable”, dice.

¿Mi niño? Ahora sí me encabrono. ¿Qué quieren hacer estos salvajes a mi niño? Que me maten a mí estos bárbaros de Michoacán: pero que dejen en paz a mi Rutilio. Por otro lado, son de esas cosas que si ocurrieron no se pueden cambiar: si se rompió la flor, con el perdón de las damas, rota se queda.

“Señores,” digo con energía veracruzana “pónganse en mi lugar: soy padre. Al pan pan y al vino vino: ¿qué es lo que quieren de este su servidor? Esta linda muchachita ya admitió que nadie la forzó: más claro ni la luz del día. Con el perdón de las damas, estas criaturitas se cogieron como animalitos, y.…”

“Usted vaya a buscar al culpable y me lo traiga para acá”, ordena el hijo de la chingada de mi vecino al más robusto de sus tres hijos gorilas.

Me quedó ahí, encabronado, y nadie dice más de media palabra ahí en esa casa de mierda del señor Laureano de mis tanates. La mujer desapareció con el cuchillo: fue a hacer pipí o a preparar el desayuno. Dame la serenidad, mi Poder Superior, para aceptar las cosas que no puedo cambiar; pero concédesela también a estos indios salvajes, por favor. Mil ideas malas me pasaron por la cabeza. Nosotros, los enfermos de la horrenda enfermedad definida como “incurable, progresiva y mortal”, por la Organización Mundial de la Salud, tenemos fértil la mente, ustedes lo saben bien, queridos compañeros, y es justo esa fertilidad la que nos mete en problemas. Es verdad: el Programa nos enseña a vivir en el presente, a borrar el pasado y a borrar el porvenir; la vida son estas veinticuatro horas que estamos respirando; nos lo enseña el Programa, es verdad santa; pero ¿mi presente, compañeros queridos, era color de rosa en aquel chiquero de casa? Objetiva y subjetivamente, no.

Bien, intento ordenar mi mente confundida, doy una ojeada a la chamaquita que estaba sentada en una sillita enana y noto que se le ven los muslos, con el perdón de las damas (que deberían tenerlos también ellas), casi hasta el ombligo. Si será bestia Rutilio, ¿pero a qué infeliz destino se había encadenado? En este momento, de pronto, me acuerdo de una película en la que al culpable del crimen los hermanos de la víctima (una de esas güerotas del norte que harían caer muerto a un santo anacoreta) le cortan “el dulce pájaro de la juventud”, con el perdón de las damas. A mi Rutilio por supuesto que no le van a cortar…

Pero ahí está, aquí viene.

El pendejo de su cuñado (¿no son ya cuñados?) lo agarra firmemente por el brazo: ¿Rodrigo o Ramiro o Regino? Quién sabe, a mí me vale madres. Por mí puede llamarse Romualdo o Rosmundo.

El hipócrita de Rutilio fija su vista en mis zapatos. Me hormiguean las manos de tantas ganas que tengo de soltarle un chingadazo. Me levanto y uso mi voz más severa:       “¿Y usted no se vergüenza” exploto “de haber desflorado con un dedo a esta respetable señorita?”

“¿Desflorado?” dice el señor Laureano, enojado, “¿Con el dedo? ¡Pero si se la cogió!”.

De cualquier modo, es inútil que yo siga: delante a las evidencias, el cabrón ni se avergüenza. Tengo la impresión de que ni siquiera me escucha. Con la cabeza baja, el muy vivo espía a la muñequita de oro que está sentada en la silla de interrogatorio: ¡y debe estarle mirando los muslos, el muy maldito, seguro se los está viendo! Y ella, la muñequita de oro, mueve los ojillos y…

“Señores,” digo en un tono que debe sonar convincente “podrán constatar que mi niño es sólo eso: un niño.”

“Eso cree?”, dice la dudosa voz de la momia en chamarrilla negra: el supuesto doctor.

“¡Aquí se rompió una taza!”, exclamo para decir que hemos llegado a la conclusión de los eventos. “Señores: hablemos con franqueza y terminemos con esto. ¿La desconocen, ustedes, a esta linda chamaquita? Si la desconocen, yo, Cosme, la adopto. Tendré una hija más. En casa hay lugar y las puertas están abiertas a todas las chiquillas como esta. Una tortilla para quitarle el hambre seguro que la encontramos. Y…”

Y en este momento me doy cuenta de que, de los pinches cuñados, con en perdón de las damas, en la pinche habitación sólo hay dos.

“Dónde está el tercero”, grito.

“El tercero de qué”

“El tercer cuñado, el tercero de los gorilas, el tercero… “

El señor se refiere a uno de mis muchachos”, explica la mujer del cuchillo con suma dignidad.

“Fue al campo.” dice entonces el señor Laureano. “Habrá ido a ese campo de piedras en donde se cogieron a Rosita.

Tengo una epifanía

“¿Solo?”, balbuceo.

“Solo no”, dice el verdugo.

Doy un paso hacia la puerta. Pero quizás ustedes, compañeros queridos, no me entienden. Es que con el ojo de la mente estoy viendo la casta imagen de María de las Mercedes, mi única hija, chamaquita de once años…

¿Qué es esta atroz sospecha?

Me meto la mano en el bolsillo y agarro la pistola. Me estalla una cólera ciega. Si entonces los hubiera tenido en frente, lo confieso humildemente frente a la Consciencia del Grupo, mandaría a chingar a su madre incluso a Bill y a Bob nuestros venerados fundadores.

“¿Entonces a ese campo de piedras no fue solo?,

“Solo no, papá, no te preocupes por él, si te refieres a Rodrigo, fue al campo con mi hermanita”, empieza a decir ese cabeza de verga de Rutilio abriendo su cabrona boca. “Vino a la casa, dijo a mi mamacita que a Merceditas la querías aquí, salieron juntos agarraditos de las manos, se cayeron bien inmediatamente y en lugar de venir para acá pues se habrán ido al campo de piedras a dar un paseo, mi hermanita a Rodrigo lo encuentra divino…”

“¡Carajo!”, grito.

Me lanzo hacia la salida y más precisamente contra el muro de Berlín hecho con los macizos pechos de los dos gorilas restantes: restantes y ciertamente cómplices.

Me salen lágrimas de los ojos, los hombres no lloran (se afirma), pero yo sí. Y una compulsión indescriptible, compañeros queridos, me abruma. Si tuvieran alcohol, tomaría las aguas del Gran Canal: pura mierda. Con el perdón de los Doce Pasos.

“¡Mi niña!” gimo mientras lloro. “¡Mi niña!”

“Tan niña ya no debe de ser”, me dice la voz cansada del señor Laureano como si quisiera asegurármelo. “No más, en cualquier caso, que mi Rosita”. Pero no se preocupe, señor don Cosme: todo se queda en familia”.

¡Ay, compañeros queridos! Estoy abusando de su tolerancia, pero si no estuviera aquí hablándoles, contándoles, yo ya sería un cadáver. Doce días en el hospital; durante los cuales no hice más que pensar en ustedes, en el Grupo. Tenían que darme de alta esta mañana, pero preferí salir por la tarde y así venir aquí directamente. Si me quitara la chamarra y la camisa, cosa que no haría ni muerto por el respeto que debo a las damas, verían todos mis abundantes moretes. Me redujeron a costal de boxeo, a eso me redujeron, aquellos miserables, pero la eterna sabiduría de los pueblos afirma que “hierba mala nunca muere”. Si así fuera, ¿cuántos de nosotros estaríamos vivimos entre estas santas paredes?

Y es que hasta el más pelón de nosotros se hace trenzas. Pero la tentación, oh Dios, fue máxima. La bestia dormida, esa que el famoso libro “¡se los recomiendo!” llama el Otro, o sea la presencia que llevamos dentro, el monstruo maléfico de la chingada (con el perdón de las damas), el míster Hyde del doctor Jekyll. Ya entendieron, pues, las ganas de beber, antes controladas, ahora me rugían en la sangre. No solo me habría tomado a mi santa madre, (Dios la tenga en su santa gloria a esa pobrecita que tanto hice sufrir) hecha licuado, si no que también me habría tomado los líquidos de mis carros, aceite y toda la cosa. La misteriosa Presencia que anida en nosotros me daba la visión de Merceditas de mi alma arrojada sobre las piedras (que además lastiman) por el gorila fugado de la habitación: penetrada, desvirgada, jodida, cogida, poseída y disfrutada; con el permiso de las damas. Discúlpenme: quería decir con el perdón. Estaba, entonces, a un milímetro de distancia de la ruina: la Botella. Lo digo con la be mayúscula porque aquí en los grupos al alcohol le tenemos miedo. El miedo es el principio de la sabiduría. Ah que vértigo la llamada “necesidad física asociada a una obsesión mental”. ¡Fórmula definida en nuestra Literatura!

Pero pensé en ustedes: en el Grupo; pesé en la Doble A que ilumina nuestra miserable vida…

Y el mismo vigor sobrenatural que hasta entonces mi había impedido que utilizara mi buena pistola, el mismo vigor sobrenatural me…

Estoy haciendo el cuento largo. Resume, querido Cosme, ya has abusado mucho de tus queridos compañeros. Suspiré.

“Señores” dije. “¿Y la conclusión de esta historia?”

Me dirigía en particular al señor Laureando, que inmediatamente abrió su escuálida boca:

“Estas creaturas deshonradas,” dijo agonizantemente (que usara ese plural hijo de puta me laceró el alma) “la única solución es bendecirlas. Palo dado ni dios lo quita. ¡Celebremos las bodas! ¿Está de acuerdo, apreciable vecino?”

En este momento entró, inevitablemente con el cuchillo en la mano, su señora esposa. Los tres gorilas miraban al vacío con ojos bramantes. Como una marioneta exhausta, moví la cabeza, afirmando. Era cierto: Palo dado ni Dios lo quita. Nos lo enseña la Oración de la Serenidad. Aceptamos las cosas que no podemos cambiar. Mientras tanto, y por mero azar, tenía fija la mirada sobre Rutilio y la chamaquita. ¿Me creerán si les digo que, aprovechando de tanto drama y desmadre, ambos se habían acercado cautamente y, juntitos juntitos, ya se estaban manoseando? ¡Jalan más un par de… que una yunta de bueyes (con el perdón de las damas)!

“Está bien”, dije.

Un pequeño paréntesis. Hablé de un libro. Es un libro salvador. No forma parte de nuestra literatura oficial, esa que tiene el circulito dentro del triangulillo triángulo, pero pertenece, eso sí, a la literatura de nuestro corazón. Se llama: Hombres en Fuga. Es nuestro retrato. Mis queridos compañeros lo conocen. Quizás no lo conozcan los recién llegados. ¡No saben de lo que se pierden! Se los recomiendo. Y ahora sí vuelvo a mi dramón.

¿En qué me quedé? Ah sí. “Está bien”, dije.

Y en este momento ya debería bajarse el telón, pero no. No se baja. Tengo algo más que contar. Lo esencial. Les pido, queridos compañeros, otros tres minutos de tolerancia.

En el momento en el que digo “está bien” a los decretos del hecho, es decir al resarcimiento religioso y jurídico de la doble cogida, porque no podemos, compañeros queridos, mas que decir sí a quien de ningún modo aceptaría un no (y perdónenme ustedes el embrollo de mi historia que creo que tanto le gustaría al grandísimo Cantinflas), en este momento preciso, para coronar con mierda mi milagrosamente domada compulsión, ¿no es que se le ocurre al nefasto e insoportable señor Laureano sacar una botella? Una botella, no, es más, un botellón.

Es una botella grande del mejor tequila que hay en la tierra. En mis tiempos de actividad me volvía loco. Es tequila Centenario bien añejado. No hay nada mejor en ninguna parte, ni siquiera el Himno Nacional, con todo respeto. Es un néctar, y ustedes lo saben. El abominable señor Laureano, que tiene el gusto fino, coloca ña botella en medio de la mesa y la rodea de elegantes caballitos. No falta más que la sal y el limón.

“Hay que festejar”, anuncia el señor Laureano como si estuviera ofreciendo un cubalibre a los muertos que salen del sepulcro el día del Juicio Universal.

Sirve el líquido satánico, ¡el mejor del mundo!, y me ofrece un caballito.

Desolado, giro los ojos. Para contenerme, agito las manos como un ciempiés agitaría sus correspondientes miembros. Legiones de fantasmas me amenazan. Confundo el Primer Paso con la Sexta Traición. Mezclo la Oración de la Serenidad con el Enunciado. Doy pequeños saltos como el fiero de Cuauhtémoc sobre la baldosa encendida por el Cortés, pero no es esto exactamente lo que nos enseña la historia. Más bien soy como un gato sobre los techos calientes… ¡en este momento algo sucede y se rompe el encanto! Como enviado del Cielo, entra el gorila número uno: el que había desaparecido. Lo miro como lo miraría un ciempiés si en lugar de pies tuviera ojos. Y francamente…

¡Francamente no le veo la cara como la de alguien que, en un campo lleno de piedras, violó hace cinco minutos a un angelito de once años!

Con el perdón de las damas, e incluso sin su perdón, yo lo habría besado. Un chico guapo, ¿por qué no?, con unos hombros, con un pecho…

¡Vivan los novios!, grito de alegría refiriéndome al cabrón de Rutilio que está bien arremangado a la chamaquita (y también para distraer un poco al fúnebre pero impasible señor Lureano que tiene su caballito levantado hacia este servidor suyo y de Dios nuestro Señor).

“Hay que festejar”, repite el sujeto, cabernosamente.

Me olvidaba de decir que el guapo jovencito sostenía en sus manos un enorme plato de tacos que olían de maravilla…

“Y mi Merceditas”, le digo.

Deja el plato sobre la mesa y me dirige una cordial sonrisa de hijo a padre.

“La bella muñequita, sana y salva, la llevé de vuelta a casa con su respetable señora madre”, me dice.

“¿Sana y salva?”

“Sana y salva. Yo, ahora, a Merceditas, con su permiso, la quiero.”

“Muchacho bendito, pero si tiene sólo once años…”

“Las flores tienen menos.”

Gracias, Poder Superior, pero queda la ievitable espina. La mia es muy grande y se llama Laureano.

Laureano caballito en mano: hace rima.

Con apocalíptico entusiasmo, sigue diciendo:

“¡Hay que festejar, hay que festejar!.”

E inciste ofreciéndome el caballito.

“No tomo” declaro con una voz firme, de pronto decidí imponer “mi” verdad. “No puedo. Soy un enfermo alcohólico. Yo no tomo.”

Un silencio más o menos mortal invade la más o menos mierdosa habitación. Se quedan inmóbiles. No vuelan ni las moscas. Me miran como si yo fuera un marciano caido desde los abismos del cielo; o, peor, una cucaracha. Hasta la mujer con el cuchillo me observa con un infinito y doloroso estupor.

“¿Qué es lo que usted no hace?”, dice alguien (¿el doctorcito hijo de la chingada?).

“Les pido disculpas, pero yo no tomo.”

Cerré los ojos como los mártires romanos frente a los leones.

“El señor bromea.”

Me encabrono y, aún con los ojos cerrados, rectifico.

“Qué broma ni que la chingada.”

Silencio de tumba egipcia (con todo y fantasma de Faraón).

“No bromeo”, digo ya un poco más tranquilo. “¡Soy un enfermo alcohólico. No tomaría ni siquiera si, no bebiendo, firmara mi sentancia de muerte y me quemaran vivo sobre la hoguera como a Catalina de Rusia!”

Quería decir María Estuardo, la infeliz reina (seguro habrán visto la película en la televisión), compañeros queridos, pero la gravedad de la situación me quitaba el poco intelecto. Espero me perdonen.

Aumenta el silencio abrumador en la mierdosa habitación donde me decido a abrir los ojos (ya les dije que me los había cerrado el terror).

“Pero este es un desaire intolerable”, termina por proferir el señor Laureano mientras desvía la mirada de la cucaracha que soy y posa el caballito hijo de su puta madre sobre la mesa (el caballito que era para mí).

Me ataca entonces un frenesí, pero distinto. Salgo con mi Cuerpo Sutil, justo como en el libro del Tercer Ojo, de la mierdosa habitación, y me dirigo hacia estas amadas paredes, compañeros queridos, para encontrarme en un refugio: del mismo modo va la golondrina hacia su nido. Como hace trece meses cuando, llegando a aquel umbral que beso con la mente, aquí, en este Grupo yo, Cosme, resucité. Esta maravillosa fraternidad que tenemos donde, gracias al Poder Superior que cada quién puede llamar como se le dé la rechingada gana, pero que yo llamo Dios, en las manos del cual (y hablo del Poder Superior) nos entregamos mientras reconocemos nuestra impotencia frente a la bebida, y este sería el Primer Paso, pero luego el Despertar Espiritual…

Disculpen: me perdí en un discurso intelecutal. Su pobre Cosme es un analfabeta. Ustedes igual entienden.

“¡Yo no tomo! “ proclamo en medio de ese cuartillo pitero que de la nada se vuelve en Circo Máximo con el César vestido con plumas y los cristianos en la boca de los leones. “Por lo menos durante estas veinticuatro maravillosas horas que resumen mi vida, porque el pasado es una deuda pagada y el futuro nadie sabe qué es, ni lo que sera, por lo menos en estas veinticuartro horas yo no tomo, chingada madre!, ¡y nadie me va a obligar a hacerlo, nadie, chingada madre!, me tendrá que poner un embudo en la boca porque yo, yo…

Con el perdón de las damas, estoy llorando. Qué les digo, los hombres lloran, especialmente nosotros los mexicanos, bueno, al menos yo sí. Lloraba en ese cuartito pitero del señor Laureano de mis tanates lo mismo que lloro ahora, compañeros queridos, evocando esa situación. ¡Con el perdón de las damas!

En el alboroto o desmadre que sigue, y sigue de hecho un alborto o un desmadre, veo a mi Rutilio quitar sus manos de pulpo de la carne de la chamaquita y entonces se levanta para gritar con la fuerza de sus jóvenes huev…:

“¡Mi papá no toma porque es un enfermo de alcoholismo que va a los Alcohólicos Anónimos, la más formidable del universo!”

Dura el silencio, dura. Y yo lloro, compañeros queridos, como ahora me ven llorar delante de ustedes y entre esrasa santas paredes dominadas por el cuadro que contiene los Doce Pasos, por el otro que tiene las Doce Tradiciones, por aquel otro que tiene los Axiomas o lo Dichos Sabios que a mí tanto me gustan, por las fotos de Bill y de Bob cuya memoria es venerada, y de otras simpáticas cositas que no puedo enlistar (es tarde y veo a un compañero que bosteza abiendo la boca como un hipopótamo).

“!Y si alguno tiene algo que objetar,” continúa mi Rutilio (¡que en el baño de vapor debió haberme escondido lo esencial, que en verdad lo tiene, tal como yo!) “yo le rompo su madre y la madre de su madre y de su madre!”.

Y entonces suena el primer disparo, ¿lo habrá tirado alguno de los tres gorilas?, ¿o el medico pendejo de la época porfiriana?, la cosa es que, dado que no soy el Santo Cristo de la Columna que aguanta los golpes y los latigazos sin decir nada, yo saco la mía, mi buena pistola (acuérdense que me la había guardado en los pantalones), pero antes de que pueda presionar el gatillo me acribillan a golpes y me agarran, ya no nada más como a su punching bag, sino que además alguien dispara y me hace unos hoyos como de coladera. Tengo la intima convicción de que si estoy aún en este mundo cruel, madreado pero vivo, se lo devo al gorila que me había lanzado las flechas de amor para Merceditas de mi alma. Conclusión. Con tres balas alojadas en entre las carnes, me llevan al hospital Rubén Leñero, de la Cruz Roja, donde, entre agonía y pedorrera (una de las balas la tenía instalada en el intestino), me quedo doce días. Meditando que “la vida no vale nada”, como proclama la canción de Guanajuato, pero sobre todo anticipando con fértil mente el feliz instante en que habría podido salir para venir aquí con ustedes, compañeros queridos, y contarles cada detalle de la A a la Z. Ahora que lo he hecho, me siento mejor. ¡Las próximas veinticuatro horas no voy a tomar!

Esta es la hermosa moraleja de la fábula: no tomé y no tomaré. Estuve en una situación difícil, pero gracias al Poder Superior, que yo llamo Dios, y gracias a ustedes, al Grupo, ¡no recaí: no-re-ca-í! Happy end, espero no moleste a los vendajes y a los moretones que adornan a mi cuerpo marchito. Otra interesante conclusión lateral es la siguiente: que en esta sociedad nuestra que es una reverenda chingadera, con el perdón de las damas, se puede perdonar la desgracia de que alguien se coja a tu hijita; pero no se perdona la suprema ofensa de que alguien rechace un caballito bien hijo de la verga lleno de una esquisitísima mierda líquida. Con el perdón de las damas y los caballeros. Gracias por su tolerancia. Ahora les van a pasar la canastita de la Séptima Tradición para que den su limosna, no sean pránganas. Y, en cuanto su servidor, Cosme, les dice buenas noches, queridos.


La vida de Carlo Coccioli es en sí misma digna de una novela; tan es así que el propio autor noveló gran parte de sus experiencias. Nacido en Livorno en 1920, pasó buena parte de su infancia en Libia puesto que padre era un militar. Durante la segunda guerra mundial, ya en Italia, lucha del lado partisano. Luego de su captura por parte de las tropas alemanas pasaría un tiempo en la cárcel de Bologna. A partir de los años 50 comienza su labor literaria, la novela “El cielo y la tierra” le dan fama mundial. Para 1952 publica Fabrizio Lupo, la obra que la crítica señala como su obra más importante. En ella se habla abiertamente de la relación homosexual de dos jóvenes